martes, 16 de enero de 2018

Una anciana triste

Estefanía 

Me asomé a su habitación y dije con voz suave:

—Buenas noches. ¿Te he despertado?

— ¿Despertado? ¡Qué va! Estaba distraída pensando…

A nadie le interesa si duermo o no.

—Pues llevaba un buen rato llamando a la puerta y no me oías —. Me examinó con una mirada pensativa y ausente, fingiendo no comprender lo que le decía. Estaba cómodamente acostada en su cama. Le dejé un vaso de leche y la pastilla—. Querida, ten un poco más de fe —le dije—. Tienes muy mal aspecto, relájate, duerme y descansa mucho. Mañana te parecerá mucho más prometedor.

— Buenas noches. Vendré mañana a despertarte.

Tendida en su cama, comenzó a recordar su pasado; se asustó y rompió a llorar. Se sentía tan triste…

—Necesito dormir un poco —se dijo. Sentía la necesidad de descanso, pero no conseguía conciliar el sueño. Esos momentos de quietud la conducían a a la reflexión. Eran las dos y media… las tres menos cuarto… las tres… las tres y cinco… las tres y diez… Y entonces el tiempo se detuvo, se inmovilizó totalmente… Se acostó tarde, pero el sueño parecía tan alejado de ella como la salud, la juventud y la fuerza… Al final, se quedó dormida.

Por la mañana, entré en la habitación de Estefanía.

Estaba tendida en su cama, tratando pensar. Se incorporó apoyándose en el codo. No pude evitar fruncir el ceño al verla tan frágil. Su cuerpo, en otro tiempo robusto, estaba reducido a menos de cuarenta y cinco kilos. La tos era tan constante que formaba parte de su monotonía, por lo que no le preocupaba demasiado.  Tenía la piel amarillenta y, cuando hablaba, se interrumpía para pasar un pañuelo por su frente. Aquella abuelita exteriorizaba un claro matiz de amargura en su mirada.

—Háblame, te escucho. Esto te hará bien—le dije.

Intentaba hablarme utilizando sus palabras y gesticulando con sus laxas y callosas manos de lánguida falanges. En otro tiempo, habría tenido unas manos muy bonitas, pero ahora quedaba muy poco de ellas.

Aquellas manos realizaban movimientos que sólo ella podía hacer. Quería compartir con ella mi optimismo y convertir cualquier recuerdo doloroso en pequeño e insignificante; hacerle creer que, después de una tormenta, siempre sale el sol. Pero ella ya se había llevado demasiadas decepciones.

—Tu sonrisa es como la luz del sol después de la lluvia —dijo en tono desenfadado.

—Gracias —dije—. Tu hija es muy afortunada por tener una madre tan especial como tú.

—¡Oh! Duele ver como mis hijos se van apartando de mí— respondió.

Su voz nunca dejaba de ser amable y alegre, pero ahora sí, en sus ojos había tristeza, mucha tristeza.

—De vez en cuando, sueño despierta que llegan mis hijos y vuelvo a casa.

Cuando se levantó, intentó dirigirse hacia el pasillo que daba al jardín. Me miró y dijo:

—Siento que las piernas se me han convertido en piedras. Caminemos juntas hacia el jardín —yo tenía la vista perdida en el horizonte, Estefanía, en cambio andaba con la mirada baja—. Qué difícil es aclarar los enredos de la vida —le tomé el brazo para facilitarle la marcha. Sus piernas hinchadas ya no le sostenían durante los largos paseos que la fisioterapeuta le obligaba realizar diariamente. Antes, casi siempre, se mostraba tan alegre… Ahora, casi nunca.

—La verdad es que últimamente me pongo triste, me doy cuenta de que estoy demasiado sola.

—No estás sola, nos tienes a nosotros.

—Mi vida es aburrida, aburridísima —dijo Estefanía con gesto malhumorado y, cabizbaja, se dirigió hasta el banco. Se sentía tan frágil como una florecilla mecida por el viento. Sin embargo, ese sentimiento que se enquistaba en su corazón, parecía tener una pequeña base real. Se refugiaba en un llanto breve  que otorgaba una extraña solemnidad a su rostro.

fragmento del libro: “Sentimientos y Arrugas” de Mariana Veronica Gaianu

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